Mis visitas

dimecres, 20 de març del 2013


Capítulo 4: Radji

 “Me conoces. Me has visto. Y yo también a ti, por supuesto. Mira, preciosa, me lo he pensado mejor. Me caes bien. No te mataré. Esperaré. Porque sé que eres una buena persona, y que me salvarás.”
Cuando entré a la casa, Fauro continuaba sentado, bebiendo aquel té verdoso humeante. Durante unos instantes, me pareció que sus greñas blancas habían crecido.
-Fauro, ¿qué me ofreces para desayunar?
-¡Oh! –se levantó, contento como unas pascuas- Creo que ya te he dado elección, antes. Pero te lo repetiré encantado. Es más, alargaré la carta. Tengo mermelada de melocotón. De fresas. De moras. De frambuesas. De dátiles. De limón. De naranja. De mandarinas. De cerezas. De uvas. Uf… si te dijera todos los sabores… Mañana todavía iría por la mitad. ¿Quieres pan? Tengo pan blanco y moreno. Pero no te puedo ofrecer muchas variedades más. ¿Leche? ¿Quieres leche? ¡Uy, leche! Fría, tibia, caliente, ardiendo, congelada, con cacao, sola, con canela, con azúcar, con sal… No. Definitivamente, con sal no. Ni de coña. Te morirías. Del asco. Por Dios. Yo también me moriría. Del asco. Pero, ¿de verdad quieres leche? Yo prefiero las infusiones. Las tengo de muchos colores…
-Pan blanco con mermelada de frambuesas y un vaso de leche tibia con canela –dije, sonriente, para que callase de una vez, ya que me estaba dejando frita con su discursito.
Se levantó lentamente y comenzó a prepararme el desayuno. Se oyeron unos pasos, giré la cabeza y vi que Rélika entraba al comedor, frotándose los ojos y dándole la mano a Byok, que me sonrió.
Rélika se sentó a mi lado y Byok daba vueltas por la salita. Entonces entró Uriel, y todo fue muy raro. Rélika gritó su nombre, eufórica, y corrió hacia él. Sonreía como una tonta.
-¡Uriel! ¡Ostras! ¡Si hasta me sigues!
Trató de abrazarlo, pero él supo apartarse disimuladamente.
-Rélika… ¿qué haces aquí? –preguntó él, con los ojos muy abiertos y cara de preocupación.
-Más bien dicho, ¿qué haces, tú, aquí? –sonreía, burlona- ¡Me has seguido! Veo que te gustó cuando…
-¡No! –gritó, alarmado, y su grito resonó por toda la casa. Igualmente, Fauro ni se inmutó- No me lo recuerdes. No me gustó. Fue todo culpa tuya. Espero que no se repita. Y, sobretodo, ignórame.
Soltó un suspiro de resignación y se sentó al taburete de mi lado. Me susurró a la oreja si de verdad era amiga de aquella payasa loca.
-¿La conoces? –respondí en voz baja.
-Prefiero no contártelo.
Giró la mirada e ignoraba las preguntas insistentes que Rélika formulaba todo el rato. Fauro me dio el desayuno y les preguntó a los recién levantados que qué querían para comer.
-Yo quiero leche –dijo Byok, aún sentado y sin entender nada de lo que acababa de pasar-. Fría. Con chocolate. Y también quiero… un poco de queso.
-A mí con un vaso de agua y un poco de pan con mantequilla me va bien, gracias –dijo Rélika, que aún trataba de hablar con Uriel, pensando que el hecho de que la ignorase era un juego.
-Ahora mismo –dijo el abuelo, y lo comenzó a preparar con calma.
Me fijé en Uriel. Tenía cara de enfadado, y resoplaba cada vez que Rélika abría la boca para hablar con él. ¿De qué se debían conocer? Todo aquello era muy extraño. Recordaba que Uriel me había contado que los dueños de la posada eran amigos suyos, y éstos son sus padres. Descubrí de qué se conocían, pero aún no sabía por qué él estaba tan molesto desde que la había visto.
Fauro les sirvió el desayuno mientras Uriel se levantaba, se preparaba una infusión de color lila y se la bebía de un sorbo. Después comenzó a andar hacia la puerta, supongo que debía ir al establo, pero su abuelo lo aturó diciendo su nombre.
-¿Adónde vas, tú? ¿Que no desayunas?
-Ya me he tomado una infusión –dijo, con una voz crispada y cortante.
-Con una infusión no vas a ningún sitio. Esto no es un desayuno. Anda, siéntate, y te prepararé rebanadas de pan con mermelada de melocotón y queso, aquellas que tanto te gusta que te haga.
-Tú también te tomas una infusión por la mañana, yayo. ¿Por qué no puedo hacer como tú? –todo esto lo decía sin girarse y mirarlo.
-Pero yo soy un abuelo roñoso y desgastado. Qué importa si como o no, si moriré pronto. Si lo único que hago es quedarme en casa, o salir al jardín a meditar un rato. En cambio, tú vas a caballo, y necesitas que estos huesos tan fuertes que tienes no se te rompan y puedas continuar enamorando a tantas chicas. Porque si te quedas hecho un fideo, serás feo, y ¡uy si eres feo! Las chicas te odiarán. Ya te lo digo yo. Es triste, pero lo único que les interesa es el físico. Ya podrías ser un imbécil y no saber lo que es el sol, pero mientras seas tan guapo como ahora, las mujeres te saldrán por las orejas. Anda, niño, siéntate. Siéntate de una vez. Ahora te prepararé unas rebanadas tan ricas que te lamerás los dedos.
Al final, convencido, se giró y volvió a sentarse, esta vez en otro taburete porque Rélika le había quitado el sitio. Fauro le untó queso y mermelada de melocotón a tres rebanadas de pan blanco de la mida de la palma de su mano y se las dio, satisfecho de haberlo convencido.
Él se las comía con desgana, y ponía cara de rabia. Parecía que quisiera pegar a Rélika, porque ésta no se callaba. Si yo hubiese sido él, le tiraba una sartén metálica a la cabeza y la dejaba atontada. La verdad es que también me estaba hartando de su voz.
-Uriel, ¿tienes novia? Uriel, ¿me quieres dar un beso? Uriel, ¿cuántos años tienes? Uriel, ¿por qué me sigues? Uriel, ¿me quieres? Uriel, ¿has besado jamás a una chica? No, ¿verdad? ¿Puedo ser la primera? Uriel, ¿puedo serlo?
Y él la ignoraba.
No entendía cómo podía tener tanta paciencia y aún no le había pegado un buen tortazo.
Supongo que era una buena persona y sabía aguantarse. Yo no hubiese sido capaz de soportarla un segundo más.
Uriel acabó de desayunar y, después de coger nuestras cosas para el viaje, salimos afuera. Rélika insistió tanto que tuve que pedirle a Uriel que fuesen juntos con Rayo, y que Byok y yo iríamos con Perla. Al principio me dijo que no, pero después dijo que yo era tan guapa que me haría caso, aunque estaba bastante molesto con sí mismo y con la del pelo anaranjado.
-Oh, Uriel, ¿iré contigo? ¡Qué bien! Podré oler tu magnífica fragancia, podré… ¡podré! Te podré agarrar por atrás, rodearte la cadera como si fuésemos pareja… ¡Oh, sí, lo podré hacer! ¡Por fin! Es lo que he soñado durante mucho tiempo…
Creo que Uriel tenía ganas de matar a alguien, por la cara que hacía. Pero se controló. Ayudó a Rélika a subir al caballo y vino hacia mí para ayudar-nos a subir sobre la yegua, pero yo rehusé la oferta.
-¿Has montado alguna vez a caballo? –me preguntó, algo sorprendido.
-¡Claro! –me limité a decir, aunque en realidad era una larga historia por explicar.
¡Claro, que sabía montar a caballo! Yo no había sido hija de unos caballeros al servicio del reino de Finayel en vano. Subí a Byok delante, para que no cayera para atrás, y yo me puse detrás de él, cogiendo las riendas de la yegua.
Antes de que marchásemos, Fauro nos dio a cada uno una bolsita de ropa con una botellita de agua, quesitos pequeños de bola, trozos de pan moreno y un bote de mermelada de frambuesas. Se despidió dándonos una bendición en nombre del Dios del Sol y la Luz y entró a la casa, lentamente, sin mirar atrás.
Me fijé en que una lágrima resbalaba por el rostro de Uriel, pero enseguida se la secó con un gesto casi imperceptible.
-Bueno, Lymra –dijo, disimulando su tristeza y haciéndose el duro de moler-. Tú dirás. Hay dos opciones. Delino está a unas horitas de aquí. Podemos ir con tranquilidad, pararnos a comer por el bosque y después llegar a Delino por la tarde, o podemos ir al galope, llegar al pueblo antes de comer y dejar que nuestros caballos descansen mientras nos aturamos en alguna posada de por ahí y comemos algo. Tú eliges, eres tú el motivo de este viaje.
Me decanté por la primera opción, porque cuanto más rápido llegara a mi destinación, mejor. Así que comenzamos a galopar. Rayo era más rápido, pero Perla ejecutaba sus movimientos con mucha más elegancia.
Nos paramos delante de una fuente para que los caballos descansaran y después continuamos el viaje. Unos treinta y cinco minutos después, llegamos.
Eran unas granjas y casas de campesinos en tierras llanas y campos de conreo. Era un pueblo tranquilo, y el único ruido que había era el que hacían los pájaros al piar.
Cabalgamos, ahora más lentamente, hacia una pequeña posada. Atamos a los caballos afuera y entramos. Era un sitio cálido y acogedor. Había muchas ventanas, así el dueño no tenía que encender antorchas durante la mañana.
Cuando entramos, todo fue muy raro. Detrás de la barra, en vez de haber un adulto, había un chico joven, como de mi edad. Byok, muy contento, corrió hacia él como si lo conociera de toda la vida y se le saltó al cuello. El chico reía mucho y no paraba de repetir el nombre del niño. Lo más extraño fue que Uriel también lo saludó de manera amistosa.
-¡Es mi hermano Folk! –gritó Byok, alegrado.
Entonces caí. No era normal, sino, que hubiese corrido hacia él y se le hubiera lanzado al cuello. Lo que no sabía era de qué se conocían Folk y Uriel.
-Folk y yo –dijo Uriel, respondiendo mis dudas- somos amigos. Siempre vengo aquí a comprarle comida a Belk.
Se saludaron con un simpático abrazo y Folk nos pidió que nos sentáramos. Comenzaron a charlar con Uriel sobre la vida, mientras le acariciaba el cabello a Byok. Me fijé en el aspecto de Folk; cabellos cortos y negros con un pequeño tupé, bien peinados, los ojos azul cielo y profundos como el océano, con una pequeña luz dorada que le envolvía las pupilas, una piel morena, como si siempre estuviese expuesta al sol, y una sonrisa siempre prensada en su cara.
También llegué a la conclusión de que los dos hermanos no se parecían para nada en cuestión de ojos. Puede que un poco en la sonrisa, pero no en mucho más.
Nos invitó a un plato de judías y lentejas y a un cocido con guisantes para lamerse los dedos. Me quedé llena, y creo que Rélika también, pero aún quería hincharse más de comida.
-Rélika, ya basta –le dije-. Podrías sufrir un empache.
-Vale, sólo el postre y listo.
Y, sin pensárselo dos veces, levantó la mano y le pidió la carta de postres a Folk, que se la trajo enseguida. Sus ojos amarillentos leyeron la carta entera en menos de cinco segundos y se decantó por un sorbete de limón y chocolate.
Después que Folk le trajera el postre, se fue a un sótano y volvió con una lira. Contento, comenzó a tocar música, canciones groseras del pueblo pero que tenían letras divertidas y eran animadas. Todos golpeábamos la mesa al ritmo de las canciones, y Byok de levantaba y saltaba y cantaba con su hermano.
No se parecían físicamente, pero tenían una chispa brillante en los ojos que los caracterizaba.
Cuando el cancionero de Folk finalizó y ya no sabía qué más cantar, Uriel, Rélika y yo nos levantamos, dispuestos a irnos y continuar nuestro viaje, ya que no nos podíamos quedar allí mucho rato aunque nos lo estábamos pasando bien.
-Byok... –me acerqué a él, al ver que no nos seguía- Tienes que decirme dónde está tu madre. Me dijiste que ella me llevaría a Dernia. Espero que seas de confianza y no me hayas mentido...
-No sé dónde está mamá. Folk, ¿dónde está mamá? –miró a su hermano.
-Mamá no está, Byok... Se ha ido. Pero no sufras, pronto volverá.
-Byok, me dijiste que me llevaría... –giré la mirada- Además, Uriel ya no nos puede guiar a Rélika y a mí porque tiene que volver con Fauro. Necesito a tu madre, ella me puede ayudar.
-Lo siento, Lymra –dijo Folk comprensivo. Se acercó a mí y me tocó el hombro, pero yo me aparté lentamente-. Ya te he dicho que mi madre no está. Se marchó hace unos días, justamente a Dernia, a hacer unos encargos.
-Y... ¿cuándo crees que volverá?
-No tengo ni idea. Se va muy a menudo. A veces vuelve el día siguiente, a veces tarda meses, alguna vez ha llegado a tardar un año. Nunca se sabe cuánto durarán sus viajes. ¿Adónde queréis ir, por cierto?
-Queremos ir a Dernia. Pensábamos que tu madre nos llevaría, pero da igual. Ya nos las apañaremos.
-Puedo... ¿venir con vosotros? –preguntó Folk, y los ojos le brillaban intensamente.
-Me gustaría acompañaros –comentó Uriel-. Pero tengo que irme. No puedo dejar solo a mi abuelo, y también tengo que llevar la comida para el perro. Lo siento mucho, enserio... Me llevaré a Rayo, pero os podéis llevar a Perla... Aunque tampoco os servirá de mucho, ya que no cabéis todos cuatro, ¿no?
-¡No te preocupes! –hizo Folk, simpático- Hay un amigo del pueblo, Radji, que se encargará de la posada. Seguro que conoce a tu abuelo, ya que conoce a toda la gente que vive en el pueblo o por los alrededores, y puede traerle la comida para el perro y visitarlo cuando sea. También nos puede dejar unos carromatos, así no tendremos que cabalgar ni nada de eso…
Todos nos callamos, pensando esta posibilidad de llevarnos a Folk y dejar la posada, a Fauro y a Belk a manos de Radji, el amigo del pueblo. A mí no me parecía mala idea, francamente. Y, no sabía por qué, quería que Folk viniese con nosotros. Me hacía mucha ilusión.
-¡Qué bien! –exclamó Rélika, feliz- ¡Otro más en la pandilla! Así, si tenemos que luchar contra alguien, ¡tú nos podrás ayudar!
-Está bien –dijo Uriel, ignorando las tonterías que decía Rélika-. Por mí perfecto. Eres un buen amigo. Será divertido, que vengas.
Me pareció ver una alegría infinita en los ojos azules de Folk al oír el comentario de Uriel. Puede que solo me lo pareciese, ya que enseguida volvió su brillo habitual.
No dudamos, que nos esperamos a que Folk fuese a la casa de Radji. Se llevó a Byok, ya que también lo conocía y estarían muy contentos de verse.
Cuando vino a la posada, vi que era un hombre de aspecto dejado; la ropa la vestía sucia de barro y los pantalones desarrapados que le llegaban a los tobillos, el pelo negro y canoso recogido en una pequeña coleta y una barba de unos cuantos días también llena de canas.
-¡Hey! Soy Radji. Seguro que Folk ya os habrá hablado sobre mí –sonrió, y le frotó la cabellera al recién mencionado-. No os preocupéis por vuestro viaje… Yo me ocuparé de la posada, del señor Fauro y de su perro. Cuando Folk y Reymi no están, yo siempre estoy dispuesto a ayudar.
Así que la madre de Byok se llamaba Reymi… Otra cosa más que se me quedaba en la mente.
Le dimos las gracias de todo corazón como un millón de veces y, después que nos dejase un carromato un poco polvoroso pero suficientemente fuerte para aguantar nuestro peso, atamos los caballos y empezó nuestro viaje.